Mirna no respondió. En cambio, volvieron esos pasos, pequeñitos y
arrastrados, que comenzaron a tomar vuelo para reverberar en la oscuridad del
piso. La risa inquietaba. Era una de película, de las que se veían al borde de
una butaca, y en ninguna de ellas había tenido esa sensación, ese abatimiento que
le agarrotaba los huesos y los hacía temblar de frío. Centeno tomó aire, elevó
las antorchas y avanzó en las sombras.
El laberinto de Stan
Espacio para narrativa
martes, 27 de octubre de 2015
martes, 22 de abril de 2014
Un alto en el camino

miércoles, 15 de enero de 2014
Confesiones de Arsenio (I)
El día transcurrió sin demasiadas novedades,
aunque a medida que comenzaba a bajar el sol, comencé a preocuparme. El tiempo
que les debía llevar acercarse hasta la tormenta y volver no podía superar las
seis horas. Y no es que no pudiera llevarles más. Cuando se internan en el mar,
las barcazas se pierden más allá del horizonte. Podrá usted imaginarse la
magnitud de la tormenta si desde acá podíamos ver los rayos azotando las islas.
Era muy probable que volvieran en dos o tres horas. El mar se veía picado a
simple vista y las crestas de espuma podían superar los cinco metros; puedo asegurarle que en el mar el impacto es
más violento. Las barcazas se desbarrancan en las laderas de agua para ser
engullidas por sus valles. Uno acá puede correr hasta cualquier vivienda. Basta
con subir un par de peldaños hasta la galería para estar a salvo, pero allí lo
único que sirve es la pericia y el criterio para darse cuenta de que no se debe
continuar. Confiaba en Ramiro, pero las horas pasaban, y de ellos, ni rastro.
lunes, 16 de septiembre de 2013
Los tensores
En esta
nueva versión suya, los recuerdos habían aflorado de un modo gradual,
permitiéndole adaptarse a su nueva condición cuasi amnésica.
Todo lo que
formaba parte de su nueva memoria le había aportado, hasta ese momento, algo
positivo, lo suficientemente grato para construir, para ascender peldaños, para
ir hacia arriba.
El descenso a los infiernos parecía asegurado. No era tan iluso como para creer que la memoria estaba formada de un
positivismo absoluto. Los saldos negativos entraban en los intersticios, se
filtraban como el agua, y formaban parte de la contabilidad; sobre todo, eran
los que tensaban las cuerdas del mundo: el fuego y la sombra; las
oscuridades eran mayores, y las luminiscencias, telarañas en la visión.
domingo, 28 de octubre de 2012
El Pez
Centeno recordaba poco de lo que había
sucedido en los últimos días. Los textos que había escrito se le desdibujaban entre jirones, como viejas fotografías que se arrugaban y perdían el color.
Durante esos días con lluvia y sin luz, se la pasaría leyendo sobre colores que consumían mundos y sobre olores que resistían la enfermedad y la decadencia. Su autor había sido un monstruo que había emergido de alguno de ellos para mostrar la realidad y para luego ser consumido entre malestares y dolencias.
Escribió hasta las cuatro del segunda día sin
luz, al amparo de varias velas que se consumieron entre el roce de la pluma con el papel, el repiqueteo de la lluvia interminable y el reflejo de los relámpagos que anunciaban la llegada del trueno.
Decidió acostarse temprano y dormir. Sus sueños fueron inquietos y se despertó varias veces con la sensación de sentirse observado desde algún rincón de la casa que, sumida en penumbras, crujía y resistía al embate de la tormenta, y amparaba el correteo interminable de las ratas en alguna parte de sus sombras. El ruido de un golpe seco terminó de desvelarlo y bajó las escaleras a toda velocidad, para abrir la puerta y encontrarse en el corredor externo.
Sólo entonces se dio cuenta de que la lluvia había parado y de que no se escuchaba el sonido del viento. La noche espesa se cerraba, impidiendo el movimiento de las hojas mojadas que querían sacudirse en una brizna que no terminaba de cobrar forma. Sintió un nudo en el estómago y aspiró una bocanada de aire. El silencio se apretaba contra el jardín, inmovilizando todo menos la mecedora, que se movía violentamente y se quejaba contra los listones de madera del piso.
Decidió acostarse temprano y dormir. Sus sueños fueron inquietos y se despertó varias veces con la sensación de sentirse observado desde algún rincón de la casa que, sumida en penumbras, crujía y resistía al embate de la tormenta, y amparaba el correteo interminable de las ratas en alguna parte de sus sombras. El ruido de un golpe seco terminó de desvelarlo y bajó las escaleras a toda velocidad, para abrir la puerta y encontrarse en el corredor externo.
Sólo entonces se dio cuenta de que la lluvia había parado y de que no se escuchaba el sonido del viento. La noche espesa se cerraba, impidiendo el movimiento de las hojas mojadas que querían sacudirse en una brizna que no terminaba de cobrar forma. Sintió un nudo en el estómago y aspiró una bocanada de aire. El silencio se apretaba contra el jardín, inmovilizando todo menos la mecedora, que se movía violentamente y se quejaba contra los listones de madera del piso.
De a poco, como si se
estiraran, las ramas cedieron al movimiento de un cuerpo que pasaba entre ellas. Centeno levantó su linterna y apuntó hacia la penumbra. Las ramas se
agitaron al paso de la sombra fantasma. El haz de luz apenas pudo seguirla en la velocidad con que se estrelló contra la tranquera y que hizo que los goznes saltaran por los aires; luego, se precipitó hacia el vacío del barranco y
emitió un estruendo cuando chocó contra el agua.
Su impulso por romper la inercia y moverse hacia la tranquera duró apenas unos segundos. Se sentía atenazado, fijado al piso de madera como si estuviera enraizado en ella. Sin embargo, logró romper la quietud y correr hacia la tranquera tumbada, con el corazón latiéndole con fuerza.
Al borde del barranco, apuntó con la linterna hacia abajo. El sendero había desaparecido. La crecida había llevado el agua hasta el borde del barranco y cientos de ratas, camufladas contra el río, dejaban estelas en la superficie que cruzaban a nado. El haz de luz siguió hacia la zona de espadañas, en el momento en que el cuerpo se introducía en ellas y las agitaba en su paso. Centeno volvió a tomar aire y vio un movimiento cerca de su pie derecho. Era una rata que se acercaba. La pateó y salió volando hacia el río con un quejido. Al final de las espadañas, vio como el cuerpo grande y voluminoso se sumergía en silencio y dejaba un remolino; creyó ver que dejaba una estela y que su lomo tenía escamas de plata.
Su impulso por romper la inercia y moverse hacia la tranquera duró apenas unos segundos. Se sentía atenazado, fijado al piso de madera como si estuviera enraizado en ella. Sin embargo, logró romper la quietud y correr hacia la tranquera tumbada, con el corazón latiéndole con fuerza.
Al borde del barranco, apuntó con la linterna hacia abajo. El sendero había desaparecido. La crecida había llevado el agua hasta el borde del barranco y cientos de ratas, camufladas contra el río, dejaban estelas en la superficie que cruzaban a nado. El haz de luz siguió hacia la zona de espadañas, en el momento en que el cuerpo se introducía en ellas y las agitaba en su paso. Centeno volvió a tomar aire y vio un movimiento cerca de su pie derecho. Era una rata que se acercaba. La pateó y salió volando hacia el río con un quejido. Al final de las espadañas, vio como el cuerpo grande y voluminoso se sumergía en silencio y dejaba un remolino; creyó ver que dejaba una estela y que su lomo tenía escamas de plata.
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