lunes, 13 de junio de 2011

STANLEY BURTON

               De aspecto brillante e inmaculado por la gran cantidad de luces que lo iluminaban, el laberinto, al quedar en penumbras, escondía algo oscuro en un rincón de su compleja estructura. Más negro aún, el corazón de su habitante que, acurrucado en una progresiva demencia, balbuceaba en su noche ideas carentes de sentido. Buscando alguna coherencia perdida, cayó en la cuenta de que las luces se habían encendido y, tras agudizar su oído, escuchó unos ruidos procedentes del interior de su guardia. En completo silencio, sus ojos se opacaron y, tras una macabra sonrisa, se puso de pie y comenzó su búsqueda, mejor dicho, su cacería.
         La oferta era válida. No había dudado en aceptarla ni siquiera un segundo. Era la muerte o la libertad; la posibilidad de vengarse de aquellos que la habían condenado de por vida a una pequeña, fría y repugnante celda, en la prisión de alta seguridad para mujeres de Texas, o la muerte segura en la cámara de gas. Así que allí se encontraba, con un acertijo frente a sí que debía desgranar hasta el fin.
         Las blancas pero húmedas paredes se elevaban dos metros más allá de su cabeza, por lo que intentar treparlas —a pesar de su metro ochenta de estatura—, era un imposible. La reja que cubría el perímetro — un metro y medio más arriba del concreto de hormigón—, era tentadora, pero, como lo había pensado antes, era un despilfarro de energías innecesario. Además, no disponía de ningún elemento cortante como para abrir huecos. Por eso, sin más pérdida de tiempo, se internó de a poco en el laberinto.
         Las fotos eran la garantía de seguridad. Tanto Marie como Lucy lo habían logrado. Sus caras, rozagantes y felices luego de jugar, eran una prueba más que elocuente de que habían logrado sortear el laberinto. Por otro lado, no veía el momento de volverlas a ver. Mientras pensaba esto, y sólo guiada por su intuición, doblaba codos y enfrentaba pasillos, que la llevaban a otros tantos codos y pasillos. Todos iguales, hacían del problema un monótono pasatiempo que, aunque un tanto cansador, era más interesante y divertido que los largos motines que terminaban indefectiblemente en una violenta represión. Pero, esas eran las reglas del juego y ella las había aceptado. Continuó descifrando palmo a palmo el escurridizo enigma hasta que un toque de atención, o como un balde de agua fría, vio en la pared una pequeña mancha que lo único que le indicaba era que el acertijo no era tan fácil como creía pues ¿qué hacía una mancha de sangre en las frías paredes de un laberinto deshabitado?
         Stan ya rondaba los treinta y dos. Tenía dos cuando sus padres lo abandonaron. El mongolismo había sido la respuesta al por qué. Su coeficiente mental, a pesar de su enfermedad, sobrepasaba en alto grado la de una persona de por sí, ya inteligente. Por eso, las pruebas psicológicas posteriores, luego de detectar en su cerebro pequeñas lesiones, arrojaron como resultado que Stanley Burton era una perfecta máquina de matar. Cuando lo atraparon en ese callejón —luego de haber violado, matado y haberle comido los ojos a una prostituta de Nueva York—, estuvo detenido por varios años en el Hospital Psiquiátrico de esa ciudad. Apenas tenía dieciocho. A pesar del riguroso sistema de seguridad, logró escapar. Dos días después, y sin haber podido evitar la muerte de otras cinco jóvenes, la policía lo volvía a atrapar, encerrándolo en el pabellón psiquiátrico de la prisión de Texas. Genghis, el psicópata sería el nombre con que el mundo lo conocería. Murió en forma misteriosa y todos respiraron aliviados al conocer la noticia. Sin embargo, su suerte había sido otra: gracias a sus cualidades y presa de un experimento sin precedentes —una nueva forma de muerte—, fue trasladado a un laboratorio secreto de Arizona, donde lo encerraron en un laberinto hasta sus últimos días. Lo trataban bien, siempre y cuando cumpliese su tarea, lo que no era más que placer. Le propiciaban ropa y comida, pero, aunque su diera fuera siempre la misma, por lo menos le permitía satisfacer sus instintos más elementales: semana a semana, le entregaban una convicta terminal, a quien devoraba con placer, luego de atraparla en sus redes. Ellos cumplían con la sociedad y él también. Para Stan ¿qué mejor trato y vida que esa? 

1 comentario:

  1. JP

    Tu descripción de este cuento es que tiene "errores e ingenuidades" Yo trate de encontrarlos pero fracase

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