«… El Mirna vio frenado su avance por la creciente del río y por la
ferocidad de la tormenta en la lentitud de su curso. El barco crujía y los
grumetes no lograban dominar ninguna de las tres velas en la mitad de la
tormenta. La embarcación se sacudía de babor a estribor y muchos fueron
lanzados a las aguas. Un rayo cayó en el palo de mesana y tronó antes de
derrumbarse sobre el timón. El capitán fue alcanzado y salió volando hacia
babor para estrellarse contra la madera. El golpe le fracturó una pierna y
varias costillas. Alcanzó a ver cómo el navío se astillaba y cómo los palos se
derrumbaban. Quedó allí tendido viendo cómo en la cubierta volaban hombres y
barriles. Su última palabra fue “Mirna”, al tiempo que era lanzado a las aguas».
miércoles, 22 de agosto de 2012
Del mail de María (fragmento de El Pez)
«… estaba preocupada por
lo que pudiera pasar. Fue más difícil de lo que te imaginás. Me encantaría que
en algún momento podamos sentarnos a aclarar esta situación. Me puso muy
contenta cuando recibí El derrotero de Mirna.
Pensé en que los aires del río te estaban haciendo bien y me alegró mucho. Te
lo digo con sinceridad. Sabés que te aprecio mucho. Crack lo supera con creces. Tenés un talento natural para darles
una vuelta de tuerca que te deja como en el aire, sorprendido. Creo que deberías
que seguir por ese camino. Decididamente, es lo tuyo y me alegra que podamos
colaborar en esta etapa…»
miércoles, 15 de agosto de 2012
Crack
Ocho días había tardado
en mudarse al altillo. Lo más difícil había sido el escritorio. Luego de varios
años con Leila, todavía le costaba retomar el ritmo de hacer las cosas solo. Ella
no lo hubiera podido ayudar. Era menuda, de cuerpo flaco y pequeño; a veces
usaba un vestido rojo. Carecía de la fuerza física como para que ambos pudieran
manipular el mueble por las estrechas escaleras. Sin embargo, podría haberle
indicado si se le estaba escabullendo por los dedos, o si la cabeza de algún
clavo comenzaba a desgarrarle la camisa. Ella habría subido al altillo para ir acomodando
el mueble a medida que él lo levantaba, ayudándose de algunas sillas y, por qué
no, de las mesas de luz. La escalera era estrecha y Centeno apenas podía
levantar un pie antes de chocarse con el siguiente peldaño. Estaba dispuesta de
manera lateral, quedando el vacío hacia la derecha; cuatro metros abajo, lo
esperaba la enorme alfombra roja, que se fundiría con la sangre de quien la
visitara desde el cielo. Había pensado en que debía modificar eso y no lo había
hecho. Así fue como intentó subirlo, al borde del precipicio, casi tentando a
que la maña se perdiera al contacto con el clavo que se le hundió en la carne,
dando paso al desequilibrio, al brazo contra la baranda, y al piso recibiendo la
cabeza. Escuchó el crack en el zumbido
agudo y profundo, sordo. No logró
enfocar en la oscuridad de sus ojos abiertos, antes de que el mareo metálico
comenzara a perderlo, a succionarlo desde la base de su cráneo, a desvanecerlo.
No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando recuperó el conocimiento. Abrió
los ojos para ver los barrotes en su horizontal. Desde allí logró identificar
el reloj en la pared opuesta, varios metros arriba de la escalera que ascendía.
No logró saber qué hora era.
Crack
—Leila —volvió a repetir, al abrir los ojos por segunda vez, sintiendo la caricia roja en el charco de su pómulo.
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