La flecha le atravesó la garganta. Al
menos, según pensó, en el lugar donde debía estar la garganta. El cuerpo
alargado se retorció alrededor del eje perpendicular que había formado la
flecha con el tronco del sauce al cual la había clavado. Supuso que no
tardaría en entregarse a la agonía, aunque en un principio se negó a su destino
dándole latigazos al tronco. A diferencia de otras serpientes, la letalidad de
la yarará no estaba en su fuerza muscular, sino en el veneno de sus colmillos,
que poco y nada le servía en aquella ocasión. Decidió terminar con su dolor. Se
acercó a ella y de un machetazo la cortó por encima de la flecha. La cabeza
triangular se desplomó para desaparecer entre medio de la maleza. Luego de
limpiar la flecha y guardarla en su carcaj, no tardó mucho en sacarle la piel y en rescatar sus partes más suculentas. Las asó con un pequeño fuego que le sirvió
para calentarse y mantener a raya otras alimañas. La víbora de cruz no era
menos letal que los principales habitantes de la isla, a quienes no tardaría en
encontrar.