domingo, 28 de octubre de 2012

El Pez



Centeno recordaba poco de lo que había sucedido en los últimos días. Los textos que había escrito se le desdibujaban entre jirones, como viejas fotografías que se arrugaban y perdían el color. 
Durante esos días con lluvia y sin luz, se la pasaría leyendo sobre colores que consumían mundos y sobre olores que resistían la enfermedad y la decadencia. Su autor había sido un monstruo que había emergido de alguno de ellos para mostrar la realidad y para luego ser consumido entre malestares y dolencias. 
Escribió hasta las cuatro del segunda día sin luz, al amparo de varias velas que se consumieron entre el roce de la pluma con el papel, el repiqueteo de la lluvia interminable y el reflejo de los relámpagos que anunciaban la llegada del trueno. 
Decidió acostarse temprano y dormir. Sus sueños fueron inquietos y se despertó varias veces con la sensación de sentirse observado desde algún rincón de la casa que, sumida en penumbras, crujía y resistía al embate de la tormenta, y amparaba el correteo interminable de las ratas en alguna parte de sus sombras. El ruido de un golpe seco terminó de desvelarlo y bajó las escaleras a toda velocidad, para abrir la puerta y encontrarse en el corredor externo.
Sólo entonces se dio cuenta de que la lluvia había parado y de que no se escuchaba el sonido del viento. La noche espesa se cerraba, impidiendo el movimiento de las hojas mojadas que querían sacudirse en una brizna que no terminaba de cobrar forma. Sintió un nudo en el estómago y aspiró una bocanada de aire. El silencio se apretaba contra el jardín, inmovilizando todo menos la mecedora, que se movía violentamente y se quejaba contra los listones de madera del piso. 
De a poco, como si se estiraran, las ramas cedieron al movimiento de un cuerpo que pasaba entre ellas. Centeno levantó su linterna y apuntó hacia la penumbra. Las ramas se agitaron al paso de la sombra fantasma. El haz de luz apenas pudo seguirla en la velocidad con que se estrelló contra la tranquera y que hizo que los goznes saltaran por los aires; luego, se precipitó hacia el vacío del barranco y emitió un estruendo cuando chocó contra el agua. 
Su impulso por romper la inercia y moverse hacia la tranquera duró apenas unos segundos. Se sentía atenazado, fijado al piso de madera como si estuviera enraizado en ella. Sin embargo, logró romper la quietud y correr hacia la tranquera tumbada, con el corazón latiéndole con fuerza. 
Al borde del barranco, apuntó con la linterna hacia abajo. El sendero había desaparecido. La crecida había llevado el agua hasta el borde del barranco y cientos de ratas, camufladas contra el río, dejaban estelas en la superficie que cruzaban a nado. El haz de luz siguió hacia la zona de espadañas, en el momento en que el cuerpo se introducía en ellas y las agitaba en su paso. Centeno volvió a tomar aire y vio un movimiento cerca de su pie derecho. Era una rata que se acercaba. La pateó y salió volando hacia el río con un quejido. Al final de las espadañas, vio como el cuerpo grande y voluminoso se sumergía en silencio y dejaba un remolino; creyó ver que dejaba una estela y que su lomo tenía escamas de plata.