sábado, 12 de noviembre de 2011

De Montero (fragmento de El Pez)

Guillermo Montero caminó inspirando el aire profundo que venía desde el río sin terminar de entender lo que estaba sucediendo. El caso era excepcional, digno de una novela de Conan Doyle o de Christie, o de algún cuento de Poe: el crimen perfecto que no dejaba rastros o, mejor dicho, que dejaba rastros que se llevaba el agua, que, para el caso, era lo mismo. 
Claro que en los grandes maestros del policial había Holmes o había Poirots o había Marples. En la escena policial porteña, no existía ningún apellido que pudiera enmarcarse en alguna de esas novelas con finales felices, en las que los criminales terminaban tras las rejas. En todo caso, era pertinente que rectificara parte de su razonamiento: los crímenes perfectos en Doyle, en Christie o en Poe, no existían. Para eso estaban esas grandes investigaciones cortadas por la tijera racionalista que, a pura lógica, lograban que los crímenes fueran imperfectos. 
Los crímenes perfectos se daban en Buenos Aires porque no había —o no había conocido a— ningún escritor que hubiera concebido a un Holmes; en todo caso,  había creado a un ser llamado Montero, que distaba mucho de ser perfecto.

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