Ocho días había tardado
en mudarse al altillo. Lo más difícil había sido el escritorio. Luego de varios
años con Leila, todavía le costaba retomar el ritmo de hacer las cosas solo. Ella
no lo hubiera podido ayudar. Era menuda, de cuerpo flaco y pequeño; a veces
usaba un vestido rojo. Carecía de la fuerza física como para que ambos pudieran
manipular el mueble por las estrechas escaleras. Sin embargo, podría haberle
indicado si se le estaba escabullendo por los dedos, o si la cabeza de algún
clavo comenzaba a desgarrarle la camisa. Ella habría subido al altillo para ir acomodando
el mueble a medida que él lo levantaba, ayudándose de algunas sillas y, por qué
no, de las mesas de luz. La escalera era estrecha y Centeno apenas podía
levantar un pie antes de chocarse con el siguiente peldaño. Estaba dispuesta de
manera lateral, quedando el vacío hacia la derecha; cuatro metros abajo, lo
esperaba la enorme alfombra roja, que se fundiría con la sangre de quien la
visitara desde el cielo. Había pensado en que debía modificar eso y no lo había
hecho. Así fue como intentó subirlo, al borde del precipicio, casi tentando a
que la maña se perdiera al contacto con el clavo que se le hundió en la carne,
dando paso al desequilibrio, al brazo contra la baranda, y al piso recibiendo la
cabeza. Escuchó el crack en el zumbido
agudo y profundo, sordo. No logró
enfocar en la oscuridad de sus ojos abiertos, antes de que el mareo metálico
comenzara a perderlo, a succionarlo desde la base de su cráneo, a desvanecerlo.
No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando recuperó el conocimiento. Abrió
los ojos para ver los barrotes en su horizontal. Desde allí logró identificar
el reloj en la pared opuesta, varios metros arriba de la escalera que ascendía.
No logró saber qué hora era.
Crack
—Leila —volvió a repetir, al abrir los ojos por segunda vez, sintiendo la caricia roja en el charco de su pómulo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario