Se sabía mover rápido, al menos esa era la sensación
que tenía al no ver quién lo movía. Era ágil como un relámpago, frío como el
metal y sordo como la atmósfera antes del estallido del trueno. El aire olía a ozono, pero no tenía tiempo para tales conclusiones. El segundo
puntazo se le hundió más hondo, llegando desde arriba, rozándole la clavícula.
No le había perforado el corazón, pero sentía que le había surcado el hueso,
hundiéndose en él, dejándole una cicatriz, besándolo. Se dio vuelta y comenzó a
correr en medio de la tormenta, huyendo de la oscuridad para internarse en
otra, sintiendo el pasto del parque que cedía bajo sus zapatillas. Se sentía
mareada, sin dirección, como una brújula alocada perdiendo su norte, con ganas
de ser arrastrada hacia el agua que le limpiaría las heridas y
purificaría. Corrió hacia el torrente. El nivel del agua subió gradual, a paso
firme. Sintió cómo sus piernas se abrían paso entre ella, dando surcos que le
iban deteniendo el paso. No se animaba a darse vuelta, no quería materializar
la imagen recurrente de verlo correr detrás de ella, con el cuchillo que
brillaría ante el rayo para salir negro luego de separarse de su carne. Si el
golpe se daba, prefería que la sorprendiera en su escape, traicionando sus
sentidos, permitiéndole vivir hasta el momento en que decidiera hundirse en su carne, antes de que sus piernas cedieran al temblor de
sus rodillas. Sus pies cedieron igual, ante el resbalón en el lodo y ante la
corriente que la arrastró hacia el maelström.
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