lunes, 28 de febrero de 2011

LA QUINTA COLUMNA (Parte 1) 2008


“Naturalmente hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera.”

El jardín de los senderos que se bifurcan
Jorge Luis Borges



            El bar está montado en un galpón que huele rancio y decadente. Los reflectores no hacen otra cosa que aumentar el agobio. Unos están dispuestos sobre trípodes, mientras que otros caen desde las estructuras metálicas del techo. Pedro está sentado frente a Alexis. Los cuatro vasos de vino ya lo tienen mareado. Hubiera preferido rebajarlo con soda, total, las burbujas del vino cola podrían haberse simulado colocando un sifón de soda sobre la mesa, pero ya no hay problema. Después del cuarto vaso, ¿dónde está el problema?
En otra mesa una pareja le pide otro café a la mesera. Ella vuelve a la barra para preparar el pedido. Pedro se siente bien, casi con todas las fuerzas para gritarle su furia, por qué no su impotencia. Mientras Alexis relee sus líneas camufladas en el menú, él se decide por el cerdo agridulce, la especialidad de la casa. La mesera deja el pedido en la mesa de la pareja; Pedro toma su quinto trago, levanta la mano y la mesera se les acerca con esa falsa sonrisa de interés momentáneo, ávida de brindar un buen servicio para obtener una buena propina. Camina con paso lento, apenas moviendo su contorno de un lado a otro. Tan buena actriz.
            – Hola, ¿ya se decidió? –le dice a Alexis como si nada, como si el mundo se restringiera a eso, a la perfecta naturalidad del acto premeditado, ensayado; como si detrás de esas palabras no subyaciera nada, como si resultara imposible leer entre líneas. Gaia mira a Pedro con sus perfectos ojos grises, con esa mirada extraña que le otorgan sus cejas oblicuas, de ángulo obtuso cuyo vértice se apoya sobre la nariz recta que cae perpendicular sobre la boca pequeña, de labios rectos y dulces. Pedro piensa en esa boca, en esa lengua que alguna vez intentó adiestrar; en esa lengua que, en lugar de fundirse en la suya, parecía rozarla de un lado a otro con su punta, simulando limpiarse los labios manchados de helado, alguna tarde veraniega en el Centenario. Pedro piensa que Gaia, a fin de cuentas, es sólo eso: una buena actriz; por lo demás, le sabe al dolor de ya no ser.
En la punta del mostrador Nicolás los observa. Pedro lo mira y Nicolás vuelve al fondo de su whisky doble —que acaso sea té—, para continuar con sus cavilaciones. Pedro sabe que está pensando en él; también sabe que está pensando en Gaia. Pedro duda de que sepa de sus medidas traiciones a través del tiempo; de sus acciones calculadas, frías, de ojos ausentes de párpados y de lengua bífida. Pedro se pregunta si Nicolás alguna vez se planteó la posibilidad de estar sentado, como él, a punto de pedirle un cerdo agridulce; también, si habrá notado lo mismo cuando la besa, si habrá tenido su misma sensación en el roce de las lenguas, alguna vez, después de un helado en el Centenario. No lo cree. Todavía es invierno. Por lo demás, Pedro sabe qué sintió cuando ocupó el lugar de Nicolás; alguna vez él también supo saborear ese whisky —que no era té—, y el que le pedía el cerdo agridulce era Alexis. Toda una parodia, toda una rotación de personajes. Ante la insistencia de Gaia, sabe que debe levantar la vista, hacer como si nada sucediera. Alexis le pedirá una cerveza, ella recomendará el cerdo que Pedro ya eligió y cuando le ofrezca algo para tomar, sabe que ratificará el vino —aunque necesite agua. Con el vino está bien —raudales de agua. Cuando se dirija al baño, Alexis se levantará, les disparará a Gaia y a Nicolás, y también a la pareja. Siempre muere gente inocente para no dejar testigos.
– ¿Va a pedir algo? –insiste Gaia como si nada, como prolongando la ausencia y la simulación. El eco de su voz se disipa en el bar montado.
Alexis la mira.
– Sí, yo quiero una cerveza.
– El cerdo agridulce es la especialidad –recomienda Gaia mostrando la punta de la lengua entre sus dientes blancos.
«De cerdos está hecho el mundo -piensa Pedro-, lo agridulce es lo que lo define».
– Yo quiero el cerdo.
– Muy bien, ¿le sirvo más vino?
– ¡Corten! ¡Corten!

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